miércoles, 9 de marzo de 2011

Una temeridad...

- ¡Maldito detente! No seas cobarde y lucha. Correr no te servirá de nada caballero de pacotilla, Alonso Quijano puede alcanzar a quien quiera. Te encontraré donde te escondas – Gritaba yo, como procurando que mis palabras acortarán la distancia que se abría entre mis pies y el enemigo.

- Eres un viejo lento Quijote, suerte has tenido de que mi espada se partiera con la facilidad que se parten tus huesos. No me das miedo y mucho menos por tu habilidad con las armas, pero la gravedad sigue tirando de las cosas para abajo y la mala suerte me ronda, por lo que prefiero alejarme de ti que arriesgarme a que por un tropiezo se te escape de las manos esa navajilla y se me clave en un pie.

- Tu astucia tampoco puede conmigo si lo que intentas es que desfallezca. No has conseguido que mis brazos se cansen de soportar la espada y tampoco conseguirás que mi cabeza obligue a mis manos a creer que no tienen fuerza para empuñarla. Solo te queda detenerte ya e implorar que tu muerte sea lo menos dolorosa posible.

- Quijote no creas que vas a acabar conmigo tan fácil. El hacerte correr detrás de mí es solo un entretenimiento y una forma de ganar tiempo. Frestón, el famoso encantador, viene de camino para ayudarme a que tu mente se haga espuma y quede tan débil que no podrás saber si estás cuerdo o loco, tanto que no podrás ni mantenerte en pie.

De pronto un fuerte olor a destrucción abofeteó mi nariz y me trasladó del campo de batalla a otro lugar, en una maniobra que todavía no sé si es fruto de un sueño o de las artimañas de mi enemigo. Entreabrí los ojos y comprobé que una luz que entraba por mi ventana hacía más pequeña la oscuridad en la que me encontraba. Me esforcé en abrir los ojos cada vez más y vi como la armadura que portaba unos segundos antes era ahora un camisón y que la mano que sostenía la espada seguía agarrada con fuerza pero no a mi arma sino a la cabecera de la cama. El olor seguía aguijoneándome las paredes de la nariz, arrancándome el oxígeno de un poco más adentro y trasladándome a esas tardes del fin del invierno donde los aceituneros queman el ramón con vivo fuego. ¡Eso es! ¡Fuego! Algo estaba ardiendo en mi casa. Rocinante, mi sobrina Antonia, la ama de casa, yo mismo… Todos estábamos en peligro si no me armaba de nuevo de valor para acabar con un fuego que seguramente mi enemigo había provocado con las peores intenciones. Me puse de pie de un solo brinco ayudado por mis fuertes piernas talladas por el trabajo y esfuerzo de mi ansia guerrera. Con extrema velocidad corrí hasta la ventana de mi habitación que daba al patio y por la que estaba entrando el denso humo.

- No puede ser. No. Mis libros. Son mis libros, estoy seguro, y están ardiendo. Sí, son mis libros, mis novelas, mi poesía. Varias personas están echando cada vez más libros a la pila de los que arden. Esta vez mi enemigo se ha pasado, si quería matarme que se atreviera, pero esto no, quiere destruir mi casa, mi biblioteca y sabe Dios lo que le habrá hecho a mi sobrina y a la ama mientras a mí me ha sumido en el sueño.

El maldito sabía que los libros eran mi fuerza, mi sabiduría, el viento que me empujaba a luchar contra él y contra cualquiera que no quisiera el bien para los demás. Los estaba destruyendo todos mientras me entretenía en mis sueños. Había caído en su trampa.

No sabía que hacer. Estaba tan nervioso que no encontraba la salida de mi propio cuarto. Las paredes parecían que se acercaban, intentaban aplastarme, acabar con la angustia que me producía ver como los libros que habían alimentado mi vida se convertían en polvo. Por un momento la calma y la razón volvieron a mi mente. En la hoguera no estaba toda mi colección. Todavía había tiempo para correr hasta la biblioteca, salvar los que quedaran y hacerme con la espada que escondía detrás de los ejemplares de poesía. Salí de la oscuridad para adentrarme en la nada. El pasillo que conducía hasta la sala de la biblioteca estaba totalmente negro, todas las puertas y ventanas estaban cerradas para que no entrara el humo o para que nadie pudiera escapar. Fui tanteando con las manos, tratando de avanzar sigilosamente y sin tirar nada al suelo. Como en la habitación, mi nariz siguió hablando: olía a tierra mojada. Seguí avanzando hasta que supuse que había llegado a la altura de la biblioteca. Cogí el pomo de la…

- ¡Diablos! He tenido que equivocarme, aquí no está la puerta. Juraría que había chocado ya con la mesa que estaba a un metro de la entrada a la biblioteca – dije yo extrañado por el conflicto entre lo obvio y la ceguera momentánea.

Toqué de nuevo la pared y mi mano fue a parar al cuadro que normalmente estaba justo al lado de la puerta. El entorno de la puerta estaba allí, todo menos ella. Seguí arrastrando mi mano desde debajo del cuadro hasta donde debería estar la puerta. Humedad. Los ladrillos pasaban de estar totalmente secos a estar mojados y la consistencia pasaba del aplome de los primeros a la inseguridad de unos recién colocados. En ese justo momento un ruido y una pequeña luz me hicieron girar completamente.

- Tío está aquí – Era mi sobrina Ana portando una pequeña vela – He ido a su cuarto a ver como se encontraba y me he llevado un gran susto al ver que usted no estaba

- ¡Oh! ¡No te ha hecho prisionera! Ven conmigo y ayúdame a entrar a la biblioteca antes de que nos encuentre – dije susurrando y con la voz entrecortada

- ¿Qué nos encuentre quién? ¿Qué le asusta tanto? Tranquilícese seguro que ha sido solo un mal sueño

- ¿Quién va a ser? Ese caballero enemigo mío. Está quemando todos mis libros en el patio, después quemará la casa y te atrapará en el momento en el que te vea

- Tío sus libros no los está quemando ningún caballero. El cura, el barbero y el ama se están deshaciendo de ellos para que pueda mejorarse

- ¡Mentira! ¡es el caballero! – mientras decía esto Antonia me tomó del brazo

- Ven tío, deja que lo guíe hasta su ventana y verá como los que queman sus libros son ellos.

Cuando llegué a la ventana no me lo podía creer. Después de que mis ojos se acomodaran a la luz que desprendía la hoguera pude ver como me traicionaban los tres. El cura, el barbero y el ama lanzaban a montones mis libros, solo paraban de vez en cuando para librar alguno del fuego. Se veían tan felices, tan satisfechos del daño que me estaban haciendo, que ni parecían humanos. Y lo peor. Mi sobrina estaba confabulada con ellos.

- ¿Por qué no los detienes? ¿tú también estás con ellos? ¿qué queréis de mí? – La furia me poseía. Mis ojos querían escapar de mi cara y sus brazos parecían ramas secas entre mis manos

- ¡Tío me hace daño! Esto es por tu bien, esas novelas le están llevando por el mal camino. Tanto caballero está acabando con usted - La lucidez volvió de nuevo a mi cabeza.

- Ajam, ahora lo entiendo todo. Es mi maldito enemigo. Su amenaza – Mi respiración se volvió jadeante en un momento- ¿Es Frestón?, ¿verdad?

- ¿De qué habla? ¿Quién es Frestón?

- Lo sabía. Ese encantador… Os ha hechizado a todos y os utiliza a su voluntad. Estos rufianes son mejores de lo que yo pensaba.

- No nos ha encantado nadie tío. Usted debe de descansar y olvidarse de estos libros. Sino acabará loco del remate. Todos queremos que esté bien y por eso hacemos esto aunque tanto le duela. Mire como está, casi no come, sus piernas parecen fideos y no tiene fuerza ni para sostener un vaso de agua y usted cree que es un fuerte caballero.

Ver tanta irracionalidad en sus palabras empezó a cegarme. Querían acabar con la historia de tantos valientes, tantas batallas que ellos libraron por causas justas, querían terminar con mis libros, con mi historia. Yo quería matarlos. La rabia se apoderaba de mí pero comprendí que tenía que domar mis fuerzas guerreras. Seguro que esto entraba en sus planes. Frestón y el caballero que lo contrataba quería que perdiera el juicio para que acabara con la vida de mi gente. En ese mismo momento alguien me tocó la espalda.

- Hola Quijote –dijo una voz burlona y segura de sí misma- parece que mi poder es mayor del que creías.

- ¡Frestón! – de mi boca salió un grito capaz de levantar a tres caballos – Hijo de… has venido a mi propia casa, destrozas mi biblioteca y hechizas a mi familia y amigos. Voy a…

- ¡Tío! ¿qué le pasa? – Antonia chillaba mientras me miraba con ojos desatentados - ¿Con quién habla tío? ¡Aquí no hay nadie!

- Mira lo que hago con tu familia estúpido. Ni siquiera son capaces de verme mientras yo los domino sin esfuerzo – Su chulería se subía a mi cabeza cada vez con más fuerza

- Encantador de tres al cuarto voy a… - Solté un puñetazo de los que dejan sin sentido a la gente pero que Frestón esquivó con una habilidad sobrehumana.

- ¡Tío, tío! – mi sobrina comenzó a llorar asustada - ¡cálmese! No ha entrada nadie en la habitación, la puerta sigue cerrada desde que entramos. Cálmese por favor, cálmese – gritaba mientras las lágrimas llegaban a su boca

- Mira lo que has hecho Frestón, Antonia está sufriendo por tu culpa. Voy a acabar contigo ahora mismo

Salté a la cama y cogí el abrecartas que escondía debajo de la almohada. Este movimiento sorprendió al encantador, que no vio otra forma de mantenerse con vida que agarrar a mi sobrina y utilizarla como escudo.

- No creas que así vas a detenerme. Soy diestro en las armas y puedo acabar contigo sin rozar si quiera a Antonia – Mi mirada se posó sobre sus ojos. Ellos me decían ven. Yo blandí mi pequeña espada

- Tío aquí no hay nadie, por favor guarde el cuchillo, puede hacerme daño – Mientras su boca seguía soltando los hechizos de Frestón yo me acercaba poco a poco

- Lánzate ya si atreves – me dijo el encantador. Yo acepté.

Cerré los ojos y embestí con todas mis fuerzas. Cuando los abrí vi como mis manos estaban llenas de sangre. Había acabado con él a la primera. De pronto su risa me sorprendió, venía desde la puerta, a mi espalda. Giré mi cabeza rápidamente y comprobé como Frestón no podía mantenerse en pie, pero de la risa.

- Mira lo que has hecho zoquete. ¡Mira!

Mi cabeza volvió a su sitio natural y me encontré con la peor estampa que jamás veré. El abrecartas estaba incrustado en el corazón de Antonia. Sus ojos se clavaban en mí. Pedían una explicación. Intenté socorrerla pero no fue posible. Frestón se había salido con la suya, incluso había aprovechado para escapar de mi cuarto, mi casa y sabe Dios donde habría ido a parar. Me abracé a mi sobrina y juré que la vengaría. De seguido bajé sigilosamente al patio, cogí mis aperos, mi caballo y salí de mi casa antes de que los hechizados me vieran. Necesitaba encontrar rápidamente a un escudero. Hoy estoy con él, con Pancho, y los dos buscamos a Frestón y al caballero que lo envió. Que fácil hubiera sido todo si aquel día Pancho también me hubiese acompañado.

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